Mutantes


Dolores Aleixandre, rscj      

       Aunque lo parezca, no es el título de una película de terror. Es una invitación navideña a dirigir la mirada a las mutaciones, cambios y transfiguraciones que vivieron algunos personajes de los relatos evangélicos del nacimiento de Jesús. Con la secreta intención de que a quien lo lea, le entren ganas de apuntarse también a “mutante”.

        Zacarías e Isabel abren el pórtico del evangelio de Lucas, viejísimos ellos, cumplidores modélicos de la Ley y acostumbrados (mayormente él) al Templo, sus horarios y sus inciensos; estériles ambos (mayormente ella) y con poco futuro por delante. Pero después de la visita del ángel, él se queda mudo (¿se habría vuelto todo él escucha?), pero vuelve a casa rejuvenecido y ella se queda embarazada (rejuvenecida también vía consorte). Y de puro contenta, se quita de en medio durante cinco meses para saborear, sin que nadie la moleste, su pequeño magnificat: ¡Así me ha tratado Dios! 

      María entra en escena como una mujer de su casa, calladita ella como corresponde a muchacha honesta, casadera, vecina y residente en Nazaret. Pero sale de escena transformada en una mujer intrépida y caminante que se atraviesa medio país para encontrar a Isabel y poder contarse la una a la otra (pero ¿de qué se ríen las mujeres?), cómo las ha tratado Dios y lo contentas que están con Él y con las primera pataditas de sus niños.

      De lo de José tiene un poco de culpa su propio nombre (“que el Señor añada…”), y vaya que si le añadió: como hombre justo, prudente y temeroso de Dios, había decidido cerrar sigilosamente la puerta de su vida y de su casa  dejando fuera a María, por puro respeto y por pura discreción. Pero no le quedó más remedio que  abrírsela de par en par y dejar que entrara, no sólo ella, sino también y como “añadido” el que iba a asociarle a  su torbellino mesiánico.

        A los pastores los vemos al principio en lo suyo de cuidar ovejas, amedrentados y un poco liados en medio de aquella noche loca de ángeles, cánticos y resplandores en torno a una cuadra. Pero al final ya no parecen los mismos y, en vez de hablar de sus temas de siempre (“Estos piensos ya no son como los de antes”; “Lo que faltaba: Estrellita de parto precisamente esta noche”; ”A ver si se van pronto los ángeles, que ya va siendo la hora de ordeñar…”), se ponen a  “glorificar y a alabar a Dios”, dejando inventados de golpe el canto gregoriano, la Filarmónica de Viena y el Orfeón Donostiarra.


        Para Simeón y Ana lo de subir cada día al Templo formaba parte de su rutina, eso sí, empleando cada día más tiempo en el recorrido: “Cada día distingo peor estos dichosos peldaños”, “No te quejes, que subirlos con artritis es muchísimo peor…” Pero cuando él tuvo al Niño en sus brazos (¿qué hace un Niño como tú en un Templo como éste…?) le reverdeció todo el ser, como si se le llenaran los ojos de candelas y sus rodillas vacilantes recobraran vigor. Se le fue del todo el miedo a la muerte y era como si en vez de sostener él al Niño, fuera éste quien le sostuviera.
        
       Ana decidió aquella mañana que para ella se habían acabado los ayunos, las penitencias y las vigilias: se puso un pañuelo blanco en la cabeza y, en plan abuela de la Plaza del Templo, daba vueltas por allí, con la imagen del Niño grabada en sus pupilas y contándole a todo el mundo cómo era.
        
      Y sintieron ellos, lo mismo que todos los demás (lo mismo que nosotros si estamos dispuestos a “mutar”), que habían llegado por fin a sí mismos.