Con la reforma del Calendario romano (año 1969) todos los domingos del
Tiempo pascual, excepto el VII que lleva el nombre de la solemnidad de la
Ascensión trasladada a este domingo, tienen el nombre de domingos de Pascua y
ya no después de Pascua. Una simple preposición indica que la Pascua no se ha
cerrado con la celebración del Domingo de Resurrección, sino que se celebra
todos los domingos hasta Pentecostés.
La Carta de la Congregación para el culto divino del año 1988 lo explica
claramente: “Los cincuenta días que se suceden desde el domingo de Resurrección
hasta el domingo de Pentecostés se celebran en la alegría como un solo día de
fiesta, es más, como el gran domingo” (FP 100).
Desde hace años se insiste
en subrayar este principio, para evitar que, concluida la Cuaresma y el Triduo
pascual, se relajen el entusiasmo y la creatividad litúrgica, como si la
Cincuentena pascual fuese un tiempo sin gran importancia. El Tiempo pascual
comparte con la Cuaresma el título de “tiempo fuerte”, si está permitido usar
esta expresión.
Todo el año litúrgico
celebra el Misterio de Cristo, su misterio pascual de muerte, resurrección,
glorificación a la derecha del Padre y envío del Espíritu Santo. Pero los 90
días que comprenden la Cuaresma y el tiempo pascual podemos decir que lo hacen
de forma más específica y propia.
Los textos eucológicos de
las semanas de Pascua, y especialmente los de los siete domingos, lo mismo que
los textos bíblicos, giran en torno al evento pascual y han de ser
interpretados y vividos a la luz de la resurrección de Cristo Jesús y de su
presencia viviente entre los suyos.
Nos acompaña el evangelio de
san Juan todos los domingos, excepto el tercero, en el que san Lucas relata el
emotivo encuentro de Jesús resucitado con los dos discípulos camino de Emaús.
En la primera lectura, de la
mano también de Lucas, escuchamos en los Hechos de los Apóstoles la “historia”,
o una especie de crónica de la vida de la Iglesia apostólica. Alimenta nuestra
fe el testimonio de cómo la fe en la resurrección de Jesús llenó de valentía a
los apóstoles y a todos los discípulos del Maestro en los primeros años de la
vida cristiana.
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El segundo domingo de Pascua
concluye la solemne octava, estructurada ya desde el siglo IV en torno a los
catecúmenos que habían recibido en la noche de Pascua los sacramentos de la
iniciación cristiana. La semana de Pascua ha sido la gran semana de la
“mistagogía”: los neófitos en dicho día dejaban la vestidura blanca revestida
en la celebración del bautismo en la Vigilia pascual. Por eso este domingo se
llamaba “domingo in albis”.
El Maestro resucitado, que
se aparece a los suyos, a sus “hermanos” en la tarde de la Pascua y “ocho días
después” estando ellos reunidos, está vivo y presente hoy también en nuestra
Eucaristía dominical. En los domingos de Pascua lo recordamos de manera especial,
lo celebramos, gozamos de esta presencia. Y lo seguiremos recordando en el
Tiempo ordinario hasta el Adviento, la Navidad, la Cuaresma, hasta la próxima
celebración pascual, cada domingo
Podemos concluir afirmando
que a través del itinerario pascual de la Cincuentena se nos “ofrece la
posibilidad de descubrir y contemplar, a niveles diferentes y desde distintos
puntos de vista, la inagotable riqueza y las innumerables implicaciones del
misterio central de la fe cristiana, a fin de integrarlo progresivamente y de
manera cada vez más perfecta en al vida cotidiana” (Misal de la asamblea
cristiana).