El año litúrgico: Cristo, en el tiempo



El Concilio Vaticano II, en la Sacrosanctum Concilium, capítulo V, presenta el año litúrgico con estas palabras:
 
«La santa madre Iglesia considera deber suyo celebrar con un sagrado recuerdo, en días determinados a través del año, la obra salvífica de su divino Esposo» (SC 102)
 
Habla de "días determinados"; poco más adelante, en el mismo número, se refiere a la celebración del día del Señor, cada semana. Y prosigue aludiendo a la celebración de la resurrección de Cristo una vez al año, para concluir diciendo: "en el círculo del año desarrolla todo el misterio de Cristo".
Para los cristianos "el tiempo" es el espacio, el momento de la gracia y la salvación. Es el "kairós" de Dios, porque la Trinidad ha entrado en nuestra historia humana de una forma definitiva, "en la plenitud de los tiempos", con la encarnación del Hijo. Desde entonces, el "tiempo" para el cristiano es "memorial" del Misterio Pascual de Cristo Jesús, centro y culminación de toda la historia de la salvación, momento cumbre que resume y actualiza, con la eficacia de la especial presencia de Cristo en toda acción litúrgica (cf. SC 7), todas las intervenciones de Dios en favor nuestro.
La historia humana es y será para siempre una "historia de salvación".
Y esto es lo que quiere celebrar la Iglesia a través del Año litúrgico.
 
          
Las fiestas y los tiempos del año litúrgico no son "aniversarios" o mera repetición de los momentos históricos de la vida del Señor Jesús; son la celebración de su presencia, la actualización, en el "hoy" de la liturgia, de todo su Misterio, de la salvación que el Padre, por Jesús y en el Espíritu, nos comunica en nuestro "aquí y ahora".
Los "días determinados", que constituyen todo el año litúrgico, son "signos sagrados" impregnados de la presencia salvífica del Señor Jesús, que renuevan y actualizan el mismo y único Misterio, centrado en la pasión, muerte, resurrección y glorificación del Señor, para que, entrando en contacto con él, cada año vayamos asemejándonos más a él, no sólo en el sentido moral de la imitación, sino en el plano sacramental de la vida misma de Cristo (cf. Rm 8, 29; Flp 3,10; Ef 4,24), que nos hace "hijos en el Hijo" y hace de nuestra vida un culto agradable al Padre (cf. Rm 12, 1-2).
Por eso, a la celebración de los Misterios de Cristo, a lo largo del año litúrgico, la Iglesia unió, ya a partir de los primeros siglos de su historia, la celebración de los mártires, de la Virgen y de los Santos: María, inseparablemente unida a la obra salvífica de su Hijo, y los santos como aquellos en los que se ha cumplido ya definitivamente el misterio pascual de Cristo (cf. SC 104).
 
Cada año litúrgico es, pues,  una nueva oportunidad de gracia y de presencia del Señor de la historia en nuestra propia historia humana. El mismo que es, que era y que viene, viene a nosotros en el tiempo para hacernos semejantes a Él.